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'Lucha de ratas': los trucos del ejército de Stalin para propinar a los nazis su derrota más dolorosa

En Stalingrado, el mermado Ejército Rojo aplicó la 'rattenkrieg' para exprimir sus escasos efectivos

La pesadilla de combatir en un superbombardero de la IIGM

Soldados alemanes capturados en el frente de Stalingrado durante la IIGM ABC
Manuel P. Villatoro

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Les dolió tanto, que los alemanes calificaron la defensa que los soviéticos hicieron en Stalingrado como 'rattenkrieg' –lucha de ratas– de forma más que despectiva. Y el término, imponente, fue utilizado por Javier García Andrés para titular, hace casi una década, uno de sus artículos sobre la batalla de Stalingrado elaborado para ABC. En sus palabras, desde la caída de Varsovia en 1939 los alemanes no se habían enfrentado a un combate urbano que les supusiera un dolor de cabeza. Lo suyo era otra cosa, la mitificada 'Blitzkrieg': los avances a toda velocidad y el embolsamiento de grandes masas de infantería enemiga. El día a día de una 'Wehrmacht' y de una 'Luftwaffe' que desconocían lo que era la lucha casa a casa.

Sería falso denigrar la resistencia soviética en las calles de la ciudad. Las estrategias fueron más que acertadas. La más sencilla de ellas fue 'abrazar' a la infantería alemana. En la práctica: desplegar a los soldados lo más cerca posible de las posiciones de la 'Wehrmacht' para evitar que las fuerzas aéreas germanas lanzaran sus bombas. Y lo mismo sucedía con la artillería que sitiaba la urbe, todavía letal durante estos compases del conflicto. Aquello hizo que se esfumara la eficacia de la conocida como 'guerra relámpago', basada en embolsar al enemigo, cercarlo y aguardar hasta poder orquestar un ataque combinado a través de un punto de ruptura. Stalingrado fue el fin de aquello.

Por otro lado, los soviéticos recurrieron a una estratagema muy eficiente: convertir los edificios en posiciones de defensa improvisadas. «Es una lucha violenta, casa por casa. Las tropas alemanas avanzan dentro de la ciudad con dificultad. En un solo sector han sido destruidos veinte carros en una jornada», explicaba el corresponsal de ABC en Rusia a finales de septiembre de 1942. Aquellos 'diques' o 'rompeolas' obligaban a los germanos a cambiar la dirección de los ataques para no caer bajo el intenso fuego de las ametralladoras Maxim o las explosiones provocadas por los cócteles Molótov. Lo que desconocían es que estaban siendo dirigidos hacia enclaves donde les aguardaba una emboscada masiva.

El enésimo truco para combatir a los alemanes fue valerse de francotiradores. En primer lugar, para acabar con objetivos concretos que pudieran causar problemas –servidores de ametralladoras, dotaciones de morteros...– pero también para provocar el caos en los enemigos del Ejército Rojo. «Centinelas y francotiradores de ambos sexos en Rusia», titulaba ABC durante la Segunda Guerra Mundial. A nivel psicológico, el Ejército de la URSS también apostó por no dar ni un solo minuto de descanso al enemigo. Así, los oficiales generalizaron los ataques nocturnos para impedir que los soldados de la 'Wehrmacht' tuvieran siquiera un minuto de descanso. Aquella tensión, ese sentimiento de inseguridad provocado por la posibilidad de verse superados en cualquier momento y lugar –el frente podía estar tras cada esquina–, generó un estrés que terminó por pasar factura al invasor.

Crueldad

Pero no todo fue un camino de rosas. La llegada del ejército alemán a Stalingrado provocó que el Camarada Supremo tomara una determinación tan dura como instaurar la llamada Orden 227. El líder argüía que era de severa importancia erradicar aquellas voces que hablaban de retirada y llevaban a los soldados a querer «traicionar» a su patria huyendo del frente de batalla. «¡Ni un paso atrás! De hoy en adelante, esta será nuestra divisa. Debemos proteger con tenacidad hasta el último bastión, hasta el último metro de suelo soviético, protegerlo hasta la última gota de sangre», afirmaba en el preludio de esta ley.

A continuación, señalaba que era clave saber que en cualquier situación se podía vencer al enemigo, pues los alemanes no eran «tan fuertes como aseguraban las voces de los derrotistas». El líder destacaba que la URSS no podía tolerar que hubiera militares dispuestos a permitir que un solo centímetro de tierra soviética cayera en manos de Hitler, por lo que todo aquel que se retirase sería «exterminado en el acto». Esta orden era extensible a los oficiales: «De hoy en adelante, la férrea ley disciplinaria de todo oficial, soldado y comisario será: ni un solo paso atrás sin orden del alto mando. Todo comandante de compañía, batallón regimiento o división, así como todo comisario político que se retire sin órdenes será considerado como un traidor a la patria, y como tal será tratado».

Lo más preocupante de la Orden 227 no era la verborrea previa de Stalin, sino las represalias que traía el ser considerado un 'traidor de la patria'. Estas variaban acorde al escalafón militar en el que se hallara el cobarde. Los que salían mejor parados eran los altos mandos. El texto establecía que los comandantes del frente debían «arrestar sin excepciones a aquellos oficiales que promuevan la retirada sin autorización del alto mando, y enviarlos a la Stavka (comandancia) para su comparecencia ante un consejo de guerra». Un curioso eufemismo para hacer referencia a un juicio que acabaría con un tiro en la cabeza o una deportación.

Al menos estos mandos tenían una posibilidad de sobrevivir. No sucedía lo mismo con los soldados, los cuales recibirían un trato mucho menos favorable si abandonaban su posición. Si decidían retirarse durante un asalto imposible que les hubieran ordenador realizar contra los nazis, recibían las balas de sus propios compañeros, ubicados en retaguardia. «Se ordena a los soviets militares del ejército y a los comandantes de ejército formar de tres a cinco unidades de guardias bien armados, desplegarlas en la retaguardia de las divisiones poco fiables y darles orden de ejecutar a derrotistas y cobardes en caso de retirada desordenada, para que así nuestros fieles tengan la oportunidad de cumplir con su deber ante la patria», señalaba la normativa.

A pesar de la locura de Stalin, la batalla se convirtió en la tumba del ejército alemán. Algo que ya había predicho Franz Halder durante su etapa como Jefe del Estado Mayor del Alto Mando del Ejército Alemán y arquitecto de la Operación Barbarroja. Tal y como recordó ABC en los años sesenta, el oficial insistió a Hitler en que se acumulaban en el sector nuevas divisiones enemigas y que era una locura lanzarse contra la ciudad. A cambio, el 'Führer' se limitó a maldecir y repetir una y otra vez lo mismo: «¡El Ejército Rojo está destruido!». No le sirvieron de nada sus argumentos. Una vez más, la advertencia pasó de puntillas.

Para el líder nazi, lo importante era esa 'intuición' de la que hacía gala. Según Halder, aquel mismo olfato fue el que provocó que el Sexto Ejército de Friedrich von Paulus acabara rodeado por los rusos en las afueras de Stalingrado tras la Operación Urano –una misión mediante la que el Ejército Rojo se posicionó alrededor de la ciudad para 'embolsar' a sus defensores y lograr que se rindiesen–. A pesar de que era imposible que rompieran el cerco, Hitler ordenó que se defendiesen hasta el último hombre. «Aunque tuvo la posibilidad de salvar a la mayoría de sus hombres, el 'Führer' no quiso saber nada de retiradas. De este modo no solo aniquiló al ejército de Paulus, sino también la confianza de todo sus mandos en su 'intuición'», parafraseaba ABC.

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