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En la muerte del toro

Es incomprensible que quienes nunca han pisado una plaza se posicionen en contra de la tauromaquia, y quieran imponer sus ideas

Bastonito, un toro de leyenda para cambiar una vida

Toro de El Parralejo lidiado en San Isidro plaza 1

Ánjel María Fernández

Poco se habla de que matamos a los toros para comérnoslos. Una de las razones del sacrificio animal es la ingesta de su carne, algo que suele olvidarse. El rito, que es innato, consiste en cazar para cubrir necesidades básicas y dedicarnos a lo que se dedica una especie: subsistir. Lo primero que me pregunto es cuántas son las personas contrarias al sacrificio de animales. Entiendo que los miembros de este grupo rechazan lo mismo la muerte del toro que la de cualquier otro animal, ¿o no? ¿Queda su oposición restringida a los mamíferos? ¿Se extiende a los vertebrados? ¿Incluye al completo reino animal?

De un segundo grupo, aquellos a los que no molesta el sacrificio de animales, entiendo que lo que rechazan no es la muerte del toro, sino el modo en que nos conducimos y lo conducimos a su fin. Este ya no es solo un rito (matar para subsistir), sino también un ritual. El primero es innato y el segundo aprendido, según explica Walter Burkett en su Homo necans. Tenemos, por tanto, un problema con los ojos que miran este ritual cruento. No tanto con el ritual en sí, según entiendo, pues este sigue un curso que varía y se modula en función de los tiempos, o sea, de las épocas y las personas que los practican. Lo que no obsta para que siempre haya habido ojos que hayan visto con malos ojos el ritual.

Se me ocurre que una solución para quienes sufren con el ritual cruento es dejar de mirarlo. El problema lo tenemos pues, no con estos que simplemente apartan su mirada, sino con quienes sufren y no miran, pero además exigen, quieren, que tampoco lo contemplemos los demás. Dirán que no es al hombre a quien quieren evitar el disgusto, no es a nuestros ojos, sino al animal a quien desean evitar el martirio e imagino que proponen matarlo de otro modo, matarlo bien.

Lo que ocurre a mi juicio en la tauromaquia es lo que va del rito de matar un toro al ritual de sacrificarlo y hacerlo de una forma en particular: devaluando su fortaleza, su naturaleza, rebajándola con agresiones y carreras para poder darle muerte de frente, cara a cara, de poder a poder. Para matarlo mal, según aquellos.

Yo no entiendo del todo por qué lo hacemos así. Tengo mis certezas y tengo mis dudas. Me parece algo muy complejo, de hecho creo que es lo más raro y extraordinario que hacen los hombres sobre la faz de la Tierra, y esa es una de las razones por las que sigo asistiendo a la plaza: quiero entender; por eso llevo mal que quien nunca va a la plaza tenga tan claro lo que ocurre allí. Quizá no lo necesitan porque pertenecen a aquel grupo de personas del que hablamos al principio, el contrario a la muerte animal: los que todavía no han descubierto el dolor de la muerte vegetal. Diría entonces que queda en manos de los partidarios de sacrificar animales, pero de sacrificarlos bien, solo con según qué técnicas, la ingrata tarea de definir y cuidar esas muertes, a ser posible indoloras (imagino que hablamos de esto), desde luego incoloras (la sangre en exclusiva para los ojos de los matarifes y carniceros) y finalmente insípidas para que la muerte guarde así todo el sabor nada más que en nuestros platos.

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