CrÃtica de Molly's game: Sorkin en estado puro
El director renuncia en su debut a unas armas que cualquier otro habrÃa explotado: el sexo, el dinero, la mafia, el glamour de Hollywood

Aaron Sorkin empieza y termina su pelÃcula sobre póquer hablando de esquà y, quizá, de otras cosas. Antes de deslizarnos por la ladera con él, conviene saber que si el espectador odiaba su estilo («El ala Oeste», «Algunos hombres buenos», «La red social», «The newsroom»...), no empezará a amarlo en su debut como director. Tampoco debe confundirse su afición al texto con la lentitud. El arranque de «Molly’s game» es como un descenso, emocionante y vertiginoso. Estamos en su territorio, denso en palabras, con imágenes montadas con pericia pero incapaces de llamar la atención fuera de ese contexto. Sorkin no es un autor que sacie la vista, para él un mero intermediario del cerebro, puede que ni siquiera un sentimiento.
Para ser una obra biográfica, llama la atención lo poco que se parece Jessica Chastain a la Molly Bloom real, aparte del atractivo fÃsico. Al no ser la segunda demasiado conocida, el riesgo es asumible. Ni siquiera tiñe a la pelirroja, de nuevo espléndida, que da vida a una joven destinada a ser una estrella del deporte y que tuvo que reinventarse como organizadora de timbas gloriosas. La chica llegó a ser conocida como «la princesa del póquer» y entre sus clientes destacaban estrellas como Tobey Maguire y Ben Affleck. Todo esto está publicado, pero Sorkin toma otra decisión valiente, o muy cobarde: no da un solo nombre, reduce el morbo en beneficio de la historia de su heroÃna. La desnuda en el sentido menos sensual del término. Si algo se puede achacar al director y guionista es la benevolencia con que la trata en todo momento. Siempre un caballero.
Un dato reseñable es que Sorkin detesta el póquer como espectáculo y no siente el menor cariño por sus practicantes. Le importa un bledo quién gane o pierda y esta indiferencia se traslada a su pelÃcula. Pese a todo, el libro de Molly Bloom cayó en sus manos y lo leyó, quizá despistado por el nombre literario de su autora, en sà misma una cita de Joyce. No le pareció malo, pero ni se le ocurrió adaptarlo. La chispa se encendió cuando la conoció. Vio en ella uno de sus Quijotes, puede hasta que se enamorara, porque su pelÃcula es un hermoso homenaje que renuncia a unas armas que cualquier otro habrÃa explotado: el sexo, el dinero, la mafia, el glamour de Hollywood… En su lugar, pinta a una mujer fuerte, inteligente e Ãntegra, que encuentra como escudero al gran Idris Elba.
El reparto también es rico en secundarios de postÃn (Michael Cera, Jeremy Strong, el impagable Bill Camp…), pero la tercera estrella es Kevin Costner, que interpreta al estricto padre de la chica. Un encuentro entre ambos, una «terapia de tres años en tres minutos», es la mejor escena de una obra repleta de diálogos afilados y citas, esta vez menos obvias y pedantes. Es el sello del autor y, como el marisco, puede gustar o no, pero cuando es de primera hay pocas cosas que lo superan.
Y de este modo tan original se saca Aaron Sorkin dos espinas de golpe: dirige uno de sus guiones –el tipo sabe cómo hacerlo, algo se le ha pegado de David Fincher– y compone por fin un gran personaje femenino. Su pelÃcula respira, tiene alma. No es un simple espectáculo con naipes volando a cámara lenta. Los tapetes son como la nieve, simple escenario de un hermoso drama. Tampoco repite los tópicos sobre el juego. Da por sabidos casi todos los códigos, con las lecciones justas. Logra que el argumento sea comprensible sin convertirse en discursivo, pese al abuso de la voz en off. Como siempre en sus historias, los buenos personajes tienen fondo, han leÃdo, guardan un pasado y no carecen de principios. Si no les gustan, búsquense a otro.
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